La tristeza en The Raven, de Edgar Allan Poe, a la luz de la teoría de las pasiones de Tomás de Aquino



En este artículo intentamos llevar adelante la tarea de elaborar una interpretación de las acciones y estados anímicos del personaje principal del poema narrativo The Raven, de Edgar Allan Poe.
El marco teórico en el que se inscribe esta exégesis es la teoría de las pasiones que Tomás  de Aquino desarrolla especialmente en Summa theologiae. Intentamos que se evidencie, a lo largo de nuestra exposición, que esta construcción teórica ofrece un horizonte capaz de iluminar rica y rigurosamente nuestro asunto.
El poema de The Raven de Edgar Allan Poe es una composición en la que se refleja una situación verdaderamente triste y desconsolada. El tono del poema es profundamente melancólico y por momentos desgarrador.
Las acciones y expresiones del personaje masculino de la obra no dejan  de estar teñidas en general, indudablemente, de un trasfondo profundamente lacónico que alcanza a ilustrar de manera conspicua la conclusión a la que arriba Tomás respecto de la tristitia: se trata del padecimiento apetitivo más contrario al movimiento vital[1].
La causa fundamental de este sufrimiento es muy manifiesta. El personaje se confiesa una y otra vez compungido por una pérdida, la pérdida de cierta

“rare and radiant maiden whom the angels name Lenore"[2]

No se trata de una afirmación controvertida ni mucho menos, aunque tiene, hasta aquí, solo un tenor pre-filosófico. Entendido ajustadamente esto no la desmerece a priori, en absoluto. El ámbito de la verdad, como sabemos bien, no es dominio exclusivo de la filosofía. Ahora bien, lo que sí le pertenece a la filosofía más propiamente, en cambio, es, por lo menos, cierta precisión conceptual y rigor argumental. En este trabajo, como adelantabamos, el horizonte de categorías filosóficas en el que intentamos pensar filosóficamente el texto escogido es el que resulta de la articulación de la teoría de las pasiones de Tomás de Aquino.

Comencemos deteniendonos a examinar detalladamente la afirmación recién formulada de acuerdo a la cual la causa de la tristeza del personaje masculino es la ausencia de la amada. ¿Tiene algún sentido esa proposición en el marco tomista? No hace falta profundizar demasiado en los análisis del aquinate para descubrir sí. La carencia del bien amado, aprehendida bajo razón de mal es, argumenta el aquinate, causa de tristeza. Meditemos con atención sobre esta afirmación. Hay un punto muy interesante en dicho principio que puede incluso resultar a primera vista casi hasta controvertido. Si tomamos la carencia del bien amado (considerado bajo la razón de mal) como causa de la tristeza, esto no puede dejar de implicar que, al menos en cierto sentido, el amor es causa de la tristeza.  El amor, ¿causa de la tristeza? ¿No es absurda?
Considerada atentamente, esa implicación que parece casi paradojal, estaba también implícita en nuestra apreciación pre-filosófica. Y si lo pensamos bien, parecería contener algo de verdad porque, después de todo, si acaso nuestro hombre no estuviera enamorado, difícilmente andaría tan apesadumbrado buscando

“ (...) sorrow for the lost Lenore ―
For the rare and radiant maiden whom the angels name Lenore ―” [3]

La dificultad, como es habitual, se suscita más intensamente cuando uno trata de articular las razones que dan cuenta del asunto. Afortunadamente, como pasaremos a ver enseguida, las categorías que desarrolla Tomás permiten delinear una explicación coherente y profunda.
Antes de desarrollar nuestra exposición sobre este punto, explicitaremos  algunas características  que este filósofo y teólogo medieval atribuye a la tristeza.
Tomás sostiene que la tristeza es una pasión del apetito concupiscible cuyo objeto y causa más propia es el mal presente; es clasificada por el aquinate como un tipo de dolor. En tanto clase de dolor, señala Tomás, hay tristeza solo si se cumplen dos condiciones fundamentales que son, sucintamente, la unión del sujeto con un mal y la percepción de que ese mal está presente[4]. En el caso  de la tristeza se encuentra implicada específicamente la percepción interior[5], a diferencia de lo que sucede, en cambio, por ejemplo, en el caso del dolor propiamente dicho, que implica la aprehensión del externo. Este es un punto en general importante. De acuerdo a Tomás, las pasiones animales -y la tristeza es una de ellas- son pasiones elícitas; con esta designación debe entenderse que se trata de movimientos apetitivos que requieren de algún tipo de conocimiento para ponerse en marcha.

Enmarcando nuestro examen en estas categorías, podemos decir que el contenido cognitivo efectivo de esta pasión en el amante es la carencia de la amada, bajo la razón de mal. No se trata, por lo tanto, de dolor exterior, sino verdaderamente de tristeza.

Pasemos, habiendo establecido este marco general, a explicitar de qué manera fundamenta Tomás la afirmación de que el amor es causa de la tristeza.

La explicación puede esquematizarse de una manera realmente sucinta. De acuerdo al aquinate uno ama aquello que aprehende como bueno o conveniente (el bien presente es causa del amor). En nuestro caso, este objeto es sin lugar a dudas Eleonora. Ahora bien, la carencia de un objeto aprehendido como bueno o conveniente (y, por lo tanto, y en primer lugar, amado) contribuye, según Tomás, a que se desee ese objeto, pero también, en tanto esa deficiencia es aprehendida como un mal, a que, por ello mismo se la odie[6], y en tanto, finalmente, uno aprehende como presente en sí mismo lo que odia, se entristezca -el mal presente es la causa más propia de la tristeza[7].
El modelo, como se deja ver, es coherente, y considerado bajo su luz el asunto que se había suscitado ya no mueve a tanta perplejidad.
Hemos visto que el amante está triste, y empezado a determinar por qué, intentando en ambos casos comprender este fenómeno desde la teoría de Tomás. Tratemos de pensar la cuestión siguiendo las peculiaridades del texto. ¿Cuáles otros elementos podemos hallar que den cuenta de su tristeza? Si lo examinamos con atención veremos que el protagonista masculino reconoce, al menos en parte, toda una serie de factores causales de ese estado; entre ellos se encuentran algunos de tipo anímico, como otras pasiones, pero también de tipo extra-anímico, como veremos oportunamente. Para hacerlos manifiestos tomaremos como hilo conductor el análisis de algunas peculiaridades relativas a su creencia  de que es posible, aunque con mayor o menor éxito según la ocasión, ejercer alguna influencia sobre la tristeza. Examinémoslo con atención. Si se considera detenidamente, resulta manifiesto que su reconocimiento de la posibilidad de ejercer una influencia sobre la pasión resulta implicado, por ejemplo, cuando, aunque afirmando que en este caso particular no ha resultado muy eficiente, confiesa que

" (...) vainly I had sought to borrow
From my books surcease of sorrow - sorrow for the lost Lenore -”[8]
Respite - respite and nepenthe from thy memories of Lenore!
Quaff, oh quaff this kind nepenthe, and forget this lost Lenore!'[9]

No se trata de un dato menor. El amante considera que existe por lo menos una manera de esquivar la tristeza. La receta con la que cuenta prescribe simplemente una cosa: que nos abstengamos de atender hacia aquello que nos aflige. Se trata de un saber para nada ajeno a nuestra comprensión cotidiana sobre el asunto; cada uno de nosotros cuenta además, seguramente, con algún bosquejo de explicación al respecto. El aquinate, por su parte, ha desarrollado meticulosamente una teoría  muy sólidamente fundamentada respecto al funcionamiento de este tipo de remedios para la tristeza. Entre las piezas-clave más interesantes de dicha sistematización se encuentran sin lugar a dudas  su teoría del interjuego de las facultades del alma y su teoría especial de la atención. Es conveniente que digamos algunas palabras sobre el asunto.  De acuerdo a Tomás, en dado que todas las potencias del alma radican en su esencia única, es necesario que cuando la intensidad de la actividad de una potencia es muy grande, disminuya o incluso cese totalmente la actividad de otra...

"Shall be lifted – nevermore!”[28]

Una  situación mucha más clara (y angustiante) en la que ese reconocimiento se revela conspicuamente es aquella en la que, consciente de que se encuentra a punto de hundirse irremediablemente en la tentación de pensar en la amada, se acusa a sí mismo imprecándose así:

 `Wretch,' I cried, `thy God hath lent thee - by these angels he has sent thee

Principios semejantes rigen también respecto de la  atención. El alma humana, de acuerdo a Tomás, posee una única inclinación o atención.

El aquinate sostiene que puede, sin embargo, dividirse, inclinándose a la operación de diversas potencias. Esta posibilidad de división encuentra, sin embargo, ciertos límites. Es que, en cuanto todas las potencias del alma radican, como decíamos, en su esencia única, cuando la atención es atraída con mucha intensidad por la operación de una de ellas, tiene que dejar de atender hacia la otra[10].

Tomás sustenta de manera explícita, en principios de esta teoría, por ejemplo, la clasificación del llanto[11] como remedio de la tristeza. Por otra parte, también hunde su raiz en ella el argumento que ofrece el aquinate sobre la influencia negativa de dicha pasión en la capacidad de aprender e incluso de meditar sobre lo ya sabido[12].

Para terminar de intentar explicar desde el marco tomasiano la afirmación del amante sobre la posibilidad que tiene el hombre de influir sobre sus pasiones, pero también para dar cuenta de su fracaso al respecto, y finalmente para explicitar otras de las causas que contribuyen a que su estado anímico sea de tristeza, tenemos que detenernos a considerar algunas características de la  conceptualización del aquinate acerca del papel causal que puede desempeñar la voluntad como guía de la atención. Lo haremos de manera sucinta. Tomás acepta que la voluntad puede desempeñar una cierta función imperativa en la atención.  No podemos dejar de señalar que, por otra parte, no deja de ver que su condición de potencia la constriñe, sin embargo, a “competir”, en relación a aquella, como otro elemento atendible más, lo que implica la posibilidad, por lo tanto, a la luz de los principios antes explicitados, de que su atractivo no resulte suficiente frente a la intensidad que caracterice, en la situación particular de que se trate, al resto de las operaciones del alma y, en consecuencia, venga a carecer de injerencia respecto a lo que se atiende o desatiende. Pero, además, las pasiones pueden “mover" a la voluntad de otra manera. En ambos casos se trata de modalidades indirectas, ya que el apetito sensible, del cual las pasiones son actos, es una facultad inferior al apetito inteligible o voluntad[13]. Como decíamos, la intensidad de la actividad de una potencia puede ser tan grande que haga disminuir o incluso cesar totalmente la actividad de otra, lo que hace posible, por un lado, que la actividad de la voluntad disminuya o sea totalmente impedida y, por el otro, que sea impedido el juicio y la aprehensión de la razón, a los que la voluntad naturalmente sigue.

La utilidad de estas consideraciones consiste en que  ofrecen un marco filosóficamente fundamentado a la creencia del amante de que es posible influir voluntariamente sobre las pasiones; pero, además, nos ofrece un inventario de recursos teóricos para preguntarnos sobre las causas posibles del fracaso del amante en la instrumentación de esa posibilidad. ¿Hasta qué punto no será causado, al menos en parte, por alguna influencia pasional? Y, por lo tanto, ¿Hasta que punto una influencia pasional no vendrá a ser entonces también causa de que persista en la tristeza?

El texto nos ofrece manifiestas razones para pensar que su alma se encuentra realmente convulsionada; en pocos minutos el personaje pasa muy rápidamente de la tristeza y el aburrimiento al temor, del temor a la esperanza, de la esperanza a la desesperanza y a la tristeza; confunde ruidos ocasionales con signos terribles de algún mal inminente; tiene visiones religiosas; comienza interpretando los ruidos que articula un cuervo como sonidos vacíos, para acabar, sin motivos razonables, interpretándolos como palabras enviadas por “el tentador”; queda alelado en un rincón, con la impresión de que ya no volverá jamás a levantarse. En definitiva, en el texto nos viene sugerido un fuerte concurso pasional operando detrás de su conducta. Incluso no puede descartarse que, a la vista de la tristeza que opera de fondo, su comportamiento tenga ribetes melancólicos o maniáticos.

No vamos a penetrar profundamente en esta cuestión, pero sí podemos afirmar que ante estas evidencias no es conveniente dejar de lado la tesis de que su voluntad es arrastrada fuertemente por la pasión, sino que más bien parece haber indicios que la apoyan. Al menos es arrastrada del segundo modo, aunque quizás incluso del primero.

Detengámonos, en cambio, más atentamente, a preguntarnos por la pasión o pasiones que podrían estar ejerciendo esa influencia. El amante continúa recordando a la amada, aún sabiendo que ello le causa tristeza. ¿Cuales pasiones pueden estar moviéndolo a ello?  No parece demasiado aventurado afirmar que una de ellas ha de ser el deseo. Recordar a aquella mujer le es deleitable, en tanto que, en el recuerdo, se une a ella, aunque no sea realmente. El problema, claro está, se le presenta cuando, al traerla a su memoria, se le hace también manifiesto que la ha perdido: es entonces cuando se entristece.

Otra pasión, aunque parezca controvertido, puede ser la tristeza misma. Expliquemonos. Tomás considera, aunque pueda parecer casi paradójico, que la tristeza puede ser causa de deleite[14]. El argumento que ofrece puede resumirse así. La tristeza puede traer a la memoria la cosa amada. Es cierto que su ausencia efectivamente entristece pero el solo recuerdo implica, sin embargo, al mismo tiempo, cierta delectación por el solo hecho de aprehender al bien amado. Lo que nos interesa rescatar especialmente de este asunto es la posibilidad de la tristeza de determinar el objeto de aprehensión. Esa aprehensión, por otra parte, como acabamos de explicitar también, aunque causa deleite, causa también tristeza. En este sentido acotado puede decirse, por lo tanto, que la tristeza también es causa de tristeza. Parece ser que se trata de una pasión que, una vez activada, comienza a alimentarse por sí misma. El apetito en que reside queda sometido a una suerte de ley inercial, de manera tal que quien está triste tiende a seguir estando triste.

Relacionando estas consideraciones con las precedentes podremos alcanzar conclusiones todavía más enriquecedoras. Las premisas que examinábamos recién, en combinación con la teoría del interjuego de las facultades, nos permiten deducir, además, que la intensidad de la tristeza es un elemento que contribuye a determinar su supervivencia. A mayor intensidad relativa, mayor será su dominio del apetito y, por ello mismo, según lo que hemos dicho, tenderá a ser más duradero su asentamiento. Esa intensidad, por otra parte, estará en dependencia fundamental del amor que se tenga hacia el bien ausente, de manera tal que cuanto mayor sea este, mayor será la tristeza, y mayor tenderá a ser, por lo tanto, su duración.

Pasamos ahora a examinar el otro tipo de factores (los extra-anímicos) que, según anticipamos, pueden estar ejerciendo también alguna influencia en la manera de proceder del amante.

Es manifiesto que en la situación del amante hay muchos elementos que cumplen esta función. Mencionaremos sucintamente algunos, sin dedicarnos, por otra parte, a considerar detenidamente a cada uno de ellos. La soledad del en que se encuentra es un elemento digno de mención. Tomás tiene toda una argumentación dedicada a dar cuenta del sentido en que recibir la compasión de los amigos es un remedio contra la tristeza y, podemos deducir que en tanto no se utiliza este remedio, se permanece en una situación que la favorece[15].  La falta de sueño es otro elemento considerable[16]. La noche, por otra parte, de acuerdo a Tomás, alimenta también a la tristeza[17], así como también lo hace el clima invernal[18]. Pero todos estos elementos sólo parecen ejercer una influencia periférica sobre el protagonista de nuestro texto; mucho más  importante en este sentido resulta, en cambio, el hecho de que el amante sigue viviendo en la casa que compartía con la amada. Al fin y al cabo, esta circunstancia parece ser, de entre el tipo de factores que estamos examinando, la que contribuye más claramente a malograr los esfuerzos que hace el amante de mantener su concentración en un objeto distinto de su amada fallecida. Examinémoslo. La contemplación intelectual ya resultaba muy poco efectiva para distraerlo del recuerdo de la amada[19] cuando la azarosa llegada del cuervo logró evitar completamente la atención hacia Eleonora[20]; después de una extravagante charla, en la que todas las intervenciones del ave se limitaron al indescifrable “Never more” el amante acabó tendido en un sillón tratando de entender el sentido de las palabras pronunciadas por el cuervo[21]. Por un instante, mientras se dedicaba a esa tarea, su atención se deslizó hacia unos cojines de terciopelo acomodados sobre el mueble, unos almohadones sobre los que solía sentarse la amada. Fue entonces cuando, esto es lo que señalábamos, Eleonora pasó inmediatamente a ocupar toda su atención, junto al pensamiento de que ya no se sentaría más allí y en ese momento, también, una tristeza verdaderamente opresora atrapó su apetito. Sucedió aquí algo que todos podemos entender, por experiencia cotidiana. El aquinate cuenta con recursos que nos permiten explicarlo filosóficamente. Tomás refiere a una situación que guarda ciertamente alguna semejanza con esta que estamos examinando cuando intenta discernir si la tristeza puede ser mitigada por cualquier deleite[22]. Su respuesta a esa interrogante es afirmativa, pero no es esto precisamente lo que nos interesa aquí El aquinate intenta pensar ese asunto a partir de un relato de san Agustín. Según refiere Tomás, le acaeció al hiponense que ante la muerte de un amigo suyo no encontró otro remedio para su tristeza que huir de su patria, ya que “(...) sus ojos le buscaban menos allí donde no tenían la costumbre de verle”[23]. En el contexto en que se inserta este relato lo que le interesa señalar al aquinate es que no debe derivarse de aquí la implicación de que todo aquello que uno compartía con los amigos muertos o ausentes se nos hace gravoso con la pena de su muerte; este efecto no se produce, según Tomás, en relación a los deleites. La explicación del aquinate es fácil de seguir. Cuando dos causas inclinan a movimientos contrarios, triunfa la más fuerte y tenaz. Ahora bien, el sentimiento del deleite presente es más intenso que el recuerdo de lo pretérito,  y el amor de sí es más duradero que el amor a otro, de donde se sigue concluye Tomás, que el deleite presente acaba desechando a la tristeza. Lo interesante de traer a colación esta conclusión no reside en el hecho de que se aplique adecuadamente a nuestro caso sino, todo lo contrario, por el contraste que tiene con la situación que estamos examinando. Esto no significa, sin embargo, que no podamos comprender lo que le sucede al amante, en quien claramente no acaba triunfando la delectación, desde los principios recién explicitados. Es manifiesto que en nuestro caso el deleite no acaba venciendo sobre la tristeza; más aún, quizás incluyo no alcance a haber ningún deleite involucrado aquí o sea demasiado poco intenso, y la teoría del interjuego de las facultades y de la atención, nos pone al tanto de lo que cabe esperar de ello. En nuestro caso, o bien no hay movimientos contrarios, o bien hay uno demasiado tenue, que acaba perdido frente al otro. El nuestro es, pues, un caso en el que aquello que se compartía con el amado provoca ahora simplemente, o fundamentalmente, tristitia.

Habiendo explicitado un inventario profuso de factores que contribuyen a que el amante se encuentre triste, podemos indagar ahora sobre el modo en que se proyectan esos elementos en el camino que conduce hasta el estado de abatimiento o acedia en que acaba encontrándose el protagonista hacia el final del poema. Hay un elemento determinante y de amplia influencia en ese resultado que no mencionamos allí: la desesperanza. En el amante va poniéndose paulatinamente en duda la posibilidad de reencontrarse después de la vida terrena con la amada[24]. El punto crucial es cuando se entrega, angustiado, a preguntarle sobre esta cuesti al cuervo, que previsiblemente responde “Nunca más"[25]. Entonces se enfada con el animal, acusándolo de mentiroso[26]. La estrofa siguiente, que es la última del texto[27], nos revela, leída atentamente junto a las anteriores, que, en realidad, concuerda con las palabras del animal. Nos encontramos entonces con un hombre que se declara verdaderamente hundido; sus movimientos corporales se encuentran casi suspendidos; su voluntad parece impedida. Se declara como muerto en vida cuando en los últimos dos versos se despide exclamando:

 “(...) my soul from out that shadow that lies floating on the floor"

La combinación de tristeza y desesperanza potencia exponencialmente, de acuerdo a Tomás,  el apesadumbramiento del ánimo que produce por sí misma la primera, así como el resto de sus efectos corporales y cognitivos, lo que sucede de manera conspicua en el amante. Esos efectos indeseables se manifestaron de manera mucho menos intensa durante la obra porque todavía la desesperanza no se había aliado a la tristeza.
El estado final del amante acaba dejándose enmarcar dentro de las categorías tomasianas de angustia y abatimiento. La angustia, señala Tomás, se produce cuando el hombre no puede vislumbrar ningún consuelo o esperanza de eludir el mal que lo aqueja. El ánimo queda agravado entonces hasta el punto que se paraliza el movimiento interior[29]. Cuando ese estado se agrava aún más, exhacerbándose hasta el extremo de paralizar los miembros exteriores, se cae en una situación de acedia o abatimiento[30]. La escena final parece sugerir con muchísima fuerza que el amante se encuentra circunscrito en este último tipo de situación.


Notas

[1]         Cfr. S. Th q. 37, a. 4, in c.
[2]         The Raven, §2, v.5.
[3]         The Raven, §2 vv. 4-5.
[4]         Cfr. S. Th 1-2, q. 35, a. 1 in c.
[5]         Cfr. S. Th 1-2 , q. 35, a. 2 in c.
[6]         Cfr, S. Th 1-2,   q.29, a.1, in c.
[7]         Cfr. S. Th 1-2, q.36, a. 1 in c
[8]         The Raven, §2, vv. 3-4.
[9]         The raven, §14 vv. 3-5.
[10]         Reconstrucción a partir de S. Th 1-2, q. 37, a. 1 in c y S. Th 1-2, q.38, a. 2 in c.
[11]         Cfr. S. Th. 1-2, q.38, a. 2, in c.
[12]         Esto explica, por otra parte, que al amante le fuera tan dificultoso estudiar. Cfr The Raven, §1; cfr. S.Th, q. 37, a.1, específicamente ad 1 y ad 2.
[13]         Cfr. S.th. 1-2, q. 77 a.1 in c.
[14]         Cfr. S. th. 1-2, q.32, a.4 in c.
[15]         Cfr. S. Th. 1-2, q.38, a.3 in c
[16]         Cfr. The raven, §1, v.3;  Cfr. Manzanedo, p.92.
[17]         Cfr. The raven, §1, v.1; Cfr. Manzanedo, p.92.
[18]         Cfr. The raven, §2,v.1; Cfr. Manzanedo, p.92.
[19]         Cfr. The raven, §1.
[20]         Cfr. The raven, §6-§13.
[21]         Cfr. The raven, §8-§12.
[22]         Cfr. S.Th. q. 38, a.1, ad 3.
[23]         Idem.
[24]         Cfr. The raven, §15 y §16.
[25]         Cfr. The raven, §16.
[26]          Cfr. The raven, §17.
[27]         Cfr. The raven, §18.
[28]         The Raven, §18, vv. 5-6.
[29]         S.Th., q. 37, a.2 in c y S.Th, q.35, a.8 in c.
[30]         Idem.


Bibliografía:

-Tomás de Aquino, Summa Theologica, Ed. Biblioteca de Autores Cristianos, edición bilingue.
-Edgar Allan Poe, "The Raven" (A), American Review, February 1845, 1:143-145.
-Manzanedo, “Efectos y propiedades del dolor”, en Studium, 32, (1992), pp. 505-540.

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